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De la dignidad

Hoy, solamente un puñado de hombres y mujeres tiene dignidad; unos pocos la tuvieron, pero la perdieron; muchos más no la conocen, nunca la han tenido. He dejado este tema al final, si no con el fin de convencer al lector, sí con el deseo de hacerlo reflexionar, y me doy por bien servido si mi llamada Antropocracia deja huella únicamente en un lector.

       Como pretendo dar una opinión acertada sobre este tema, me remito —como lo hice al principio— al significado del término, en este caso sobre la dignidad. Según la RAE, dignidad (del latín: dignitas, atis) significa, entre otras acepciones: cualidad de digno, excelencia, realce, etc. Por lo tanto, para nuestro propósito, continuaré con la primera de las acepciones: cualidad de digno. Y, que según la misma fuente mencionada antes, digno significa: merecedor de algo, que tiene dignidad, calidad aceptable y otras.

       ¿Acaso exagero al decir que solamente un puñado de hombres tiene dignidad? ¿Será necesario explicar con demasiado detalle el significado de cada uno de los términos mencionados en el párrafo anterior? Para dar respuesta a la primera pregunta, considero que no es necesario pedirle ayuda a Diógenes El Cínico para encontrar, no a un hombre honrado, sino a un hombre o mujer con dignidad.

       Un ejemplo comprensible sobre la dignidad era la costumbre nada edificante que se practicaba en la Europa hace pocos siglos: los duelos. Pleitos que rayaban en la estupidez, pero era la costumbre entre los llamados señores, que para los que vivían en esas épocas, lo eran. A decir verdad, hoy no hemos superado esa práctica. Las afrentas se solucionan con otros modos, menos con aquella elegancia salpicada con el rocío que se abría paso entre la bruma boscosa. Tiempos contradictorios —igual que los actuales—  muy  lejos de aquello que reza, palabras más palabras menos: si te dan una bofetada en la mejilla derecha ofrece también la izquierda. Y en aquellos claros de los bosques, antes de que los rayos del sol iluminaran las copas de los árboles, uno o dos cadáveres eran retirados del lugar. En esos parajes siempre quedaban, como alimento para la hierba: el valor, el orgullo y la dignidad. En aquellas épocas, el orgullo y el valor eran valores indiscutibles, pero no en grado sumo. Algunos pensadores sostienen que el orgullo y el valor —entre otros— son pilares de la dignidad, algunos más lo niegan. Para el tema que nos ocupa  consideraremos que están implícitos en aquella. Cabe preguntarnos, si la dignidad se paseaba entre los palacetes de sus señorías, la sola palabra ¿pudo haber sido conocida entre los esclavos, servidumbre y miserables? Por supuesto que no. ¿Quiere decir entonces que era una dignidad que se movía horizontalmente? Mi respuesta es afirmativa. Si se trataba de los miserables, eran los desechos del mundo; si de los esclavos, eran cuasianimales y si de la servidumbre, simplemente eran nada.

       La historia nos ha enseñado que desde el principio de los tiempos los hombres nacían con un garrote en una mano y un escudo en la otra; después cambiaron el garrote por la lanza y luego por la espada. En aquel punto de la historia, aquellos hombres ya conocían el significado de orgullo y valor. En la historia del mañana se contarán cosas nuevas y habrá nuevas armas que servirán para lo mismo. A esto último no le llamo comportamiento humano, sino instinto puro animal. ¿Esto es ofensivo? Sí, lo es. Más ofensivo es mutilar el espíritu de hombres y mujeres y despedazar países. Paradójicamente, hay hombres que rebozan de maldad, son indignos, pero al mismo tiempo, orgullosos.

        Han pasado milenios y la rusticidad del hombre crece como la mala hierba que invade las tierras cultivadas. No falta mucho tiempo para que el hedor de los océanos haga perder el juicio a los hombres cuerdos de esta Tierra. En estos tiempos —principio del Siglo XXI— no hay día en que no se hable del orgullo y del valor. Creo que no es necesario entrar en detalles, saltan a la vista. Y la dignidad, ¿dónde quedó? Sin equivocarnos, debe vivir escondida en lo profundo de una caverna en un lejano desierto.

       Para el tema que nos ocupa, no me refiero a la dignidad inherente al ser humano, a esa dignidad que se recibe a cambio de nada, que no se pierde, aun cuando el hombre valga poca cosa; esta dignidad es aquella que reclama derechos, olvidándonos que estos se reclaman cuando cumplimos ciertas obligaciones, no solamente del tipo hacendario, sino sociales, morales u otras. Dignidad que se nos da por el hecho de ser personas. Me refiero a esa otra dignidad, la que se conquista, la que se adquiere por merecimiento, la que vamos labrando cada día, la que algunas veces se confunde con el orgullo y con el honor; la que una vez perdida, se requiere de muchos esfuerzos y una férrea voluntad para reconquistarla, la que nos lleva a otro nivel en nuestra vida diaria alejándonos más y más del nivel de las bestias, la que tiende a la perfección del ser humano aunque no se logre; dignidad que necesitamos para vivir en sociedad y para ser partícipes en la vida política de nuestra comunidad. Esta dignidad no se compra ni se regala. Tampoco es algo que nos viene dado. Así como las vocaciones se descubren, la dignidad se conquista dándole nombre al hombre, y una vez tenida casi nunca se pierde. ¡Cuánta dignidad hay cuando, con la frente en lo alto, el vencido entrega su espada al vencedor! Cuando tengamos dignidad iremos a la conquista de nosotros mismos, y solamente así ya no acallaremos esa voz interior que nos empuja hacia lo imposible. Cuando se pierde esta dignidad el hombre pierde ese plus que adquiere a lo largo de su vida, motor que lo empuja, algunas veces, a la realización de sus sueños. Cuando se tiene esta dignidad, se trasciende más allá de esas metas mezquinas que nos hacen luchar unos contra otros, y que nos envilecen cada día más y más. Esta última dignidad es activa porque se renueva cada día mirando hacia adelante, no aquella, pasiva, que no se incrementa ni se echa al olvido, propia de espíritus acomodaticios y carentes de valentía, que por el hecho de tenerla exigen todos los derechos a cambio de nada; dignidad muy utilizada por los gobiernos demagogos y líderes sin escrúpulos que se aprovechan del sufrimiento e ignorancia de los seres humanos.

       Los hombres que han perdido la dignidad todavía pueden recuperarla. Mediante una reflexión sincera pueden llegar al punto de confrontarse a sí mismos, para que al final de ese estado llamado catarsis, se revistan nuevamente de valor y respeto hacia sí mismos y hacia los demás.

       ¡Ay de aquellos varones y mujeres que no conocen la dignidad! Para estos, es mejor volver a nacer. Sólo así podrán desprenderse de las miserias de este mundo que como concha llevan sobre sus espaldas. Son espíritus grises que se conforman con el resultado de soluciones fáciles que no requieren de esfuerzo alguno. Parecen sombras que se confunden con la oscuridad; los verdaderos hombres aman la luz y desprecian la penumbra; van tras la verdad a costa de cualquier martirio; tienen tanto honor que, llegado el momento, hasta para morir están revestidos de una intachable dignidad.

        En resumen, la antropocracia no necesita de hombres con dignidad recibida, necesita varones y mujeres con dignidad conquistada, llevada con orgullo por el sendero de la vida, que triunfa ante las humillaciones y sueña con dejar una huella en este mundo; hombres y mujeres capaces de resolver sus problemas y no esperar que otros los resuelvan; en otras palabras: ser dueños de su propio destino.

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